Unos meses la sangre se vistió con tu hermosa figura de muchacha, con tu pelo torrencial, y el sonido de tu risa unos meses me hizo llorar las ásperas espinas de la tristeza. El mundo se me empezó a morir como un niño en la noche, y yo mismo era un niño con mis años a cuestas por las calles, un ángel ciego, terrestre, oscuro, con mi pecado adentro, con tu belleza cruel, y la justicia sacándome los ojos por haberte mirado.
Y tú volabas libre, con tu peso ligero sobre el mar, oh mi diosa, segura, perfumada, porque no eras culpable de haber nacido hermosa, y la alegría salía por tu boca como vertiente pura de marfil, y bailabas con tus pasos felices de loba, y en el vértigo del día, otra muchacha que salía de ti, como otra maravilla de lo maravilloso, me escribía una carta profundamente triste, porque estábamos lejos, y decías que me amabas.
Pero los meses vuelan como vuelan los días, como vuelan en un vuelo sin fin las tempestades, pues nadie sabe nada de nada, y es confuso todo lo que elegimos hasta que nos quedamos solos, definitivos, completamente solos.
Quédate ahí, muchacha. Párate ahí, en el giro del baile, como entonces, cuando te vi venir, mi rara estrella. Quiero seguirte viendo muchos años, venir impalpable, profunda, girante, así, perfecta, con tu negro vestido y tu pañuelo verde, y esa cintura, amor, y esa cintura.
Quédate ahí. Tal vez te conviertas en aire o en luz, pero te digo que subirás con éste y no con otro: con éste que ahora te habla de vivir para siempre tú subirás al sol, tú volverás con él y no con otro, una tarde de junio, cada trescientos años, a la orilla del mar, eterna, eternamente con él y no con otro.
Gonzalo Rojas
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