¡Corre, corre, corre! Gritaba mi cerebro, salí con todas la fuerza de mis piernas, rápidamente esquivaba obstáculos, muebles, camillas, atravesaba salas, habitaciones, incluso alcance a ver a un paciente recibir la descarga eléctrica del shock, burbujas y baba expulsaba de su hocico el animal humano, enfermeras, guardias, doctores, trataban de agarrarme, pero no podían, seguí sin parar, y la salida estaba abierta, luz de libertad, era imposible, pero ocurría, debía correr más rápido y estar atento a no ser atrapado. De un lado a otro, saltaba, eludía, por un momento mi intención en la vida era sólo correr y escapar, pero antes de atravesar la puerta final estaba un guardia vestido completamente de blanco con un aparato eléctrico en su brazo derecho, respire, y deje llevar mi cuerpo por un impulso irracional, empujando al siniestro tipo hacia la pulcra piscina sin dudar continúe la fuga, escalando una muralla, la calle estaba al otro lado, y ahí sería fácil esconderme en los suburbios. Para desgracia mía el crepúsculo caía sobre la ciudad y ya no existía transporte por la zona, pues el peligro de vivir libre era castigado con duras sanciones: cárcel o casa de orates, cadena perpetua, por el sólo hecho de renegar la “sociedad perfecta”, la frágil estabilidad emocional, la drogadicción eterna o evasión mental a través del suicidio virtual. Ahí estaba yo, con miedo, aún no abandonaba ese maldito disfraz, el miedo estaba conmigo siempre, como un sombra, y comenzaba a desatar mi locura, mis ojos no entendían y se reían, mi sonrisa bailaba entre los dientes y mi olfato agudo deseaba un brisa en mi rostro para calmar mi extasiada sinapsis que estaba por estallar... tic, tac, el desequilibrio mental, volvía a su normalidad, el miedo reinaba, estaba nuevamente en la realidad, una patrulla de policías se acercaba y se escuchaban los gritos de los guardias y enfermeras del manicomio, desesperado trote hacia un edificio pobre y deteriorado subiendo rejas una y otra vez, pasando por canchas de fútbol de tierra, tristes y solitarias, avancé por un callejón estrecho y habían tres dementes, felices me daban las gracias, yo los salude y me perdí dentro de un montón de escombros y ruinas de lo que fue un antiguo departamento para la clase baja.
Libre al fin. Sentía los pasos morbosos que buscaban mi cadáver, ese pedazo de piel y huesos que acompaño mi espíritu por años. Ahora libre avanzaba sin miedo, dispuesto a sentir y explotar mis límites. La gente que circulaba por el sector me observaban inauditos, entendían que no pertenecía ahí, e hicieron señas llamaron a la policía, y yo corrí, libre. A los pocos metros perdí de vista todo el mundo, el ruido, las luces, el olor a mierda y deje escapar toda la energía reprimida, las musas y ninfas aguardaban con sed el intenso fuego con ganas de amar y follar eternamente.
Nicolás Cuevas
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